Así que al llegar a Burgos paré. Aparqué. Me bajé. Y miré debajo del coche, para descubrir que aquel ruidito no era el viento. No. Era la mitad del coche. Que había decidido independizarse de la otra mitad. Pero no del todo. Como cuando uno se va de casa pero le lleva la ropa sucia a su madre. Pues lo mismo. La mitad A del coche estaba en pleno proceso de emancipación de la mitad B, pero con miedo, por lo bajinis. Pues nada. A tomar por culo. Después de unas cuantas blasfemias, por belcebús, y usted qué cojones mira, gilipollas, decidí ayudar a la mitad A en su proceso de desarraigamiento de la parte motora o motriz del vehículo de los huevos. Pero hete aquí que la muy puta no se quería soltar ahí la dieran dos ostias. Si es que no hay quién las entienda, joder. Ni cuando son de plástico. A ver, la cosa está clara, o te sueltas, o no te sueltas, pero no andas ahí jugando. Así que, como lo que no se puede, no se puede, después de mirar a mi alrededor a ver si había alguien con quien poder liarme a guantazos como técnica de relajación, y de desechar a un tipo de unos noventa y siete años para tal menester porque poco me iba a relajar, pues cogí la parte motriz del coche, con su correspondiente parte arrastrante o parásita ahí debajo bien sujeta y me dispuse a llegar a Santander. Por mis santos huevos, no te jode. Estaría bueno. A mí a mala ostia no me gana ni dios, y mucho menos un puto cacho de plástico.
Por el camino más luces largas, cortas, mediopensionistas, un tipo que se juega el cuello adelantándome sólo para avisarme, la peña de los pueblos llevándose las manos a la cabeza, y oiga chaval que mira como está tu coche. Y a usted qué coño le importa, joder. Métase en sus asuntos, coño, que nadie le dio vela en este sarao. Lo llevo así porque se me pone en la punta del cimbrel, y porque es la nueva moda en la ciudad, imbécil. Y todas esas cosas que supongo se imaginarán. Bueno, en un punto del trayecto dejé de oir el ruidito, así que supuse que el proceso de emancipación había llegado a su fin. Aunque claro, como no podía ser de otra manera, diversos componentes del susodicho vehículo tuvieron envidia, ya saben, culo veo culo quiero, y decidieron dejar la protección de papá coche para irse a la aventura. Lo que pasa es que cuando las tocó el turno yo ya sabía que no era el viento lo que sonaba, y además estaba llegando al límite humano de la mala ostia, así que esas sí que las emancipé bien emanciapadas. Pero por la vía rápida, además. Conclusión, que a Santander lo que es llegar, llegué, pero de milagro, y básicamente con las ruedas y el volante. Todo lo demás se fue quedando por el camino. Que parecía aquello un puto lego mal montado.
Y ustedes dirán que bueno, que tampoco es para tanto, que si un coche se desmonta, pues se vuelve a montar y santas pascuas. Pues sí. Eso mismo pensé yo. Así que me dirigí al taller a explicarles que su puto coche de mierda se caía a cachos y que estaba en garantía y que me lo montaran. Y ellos muy solícitos me explicaron que por sus cojones me lo iba a cubrir la garantía, que algo habría hecho yo, y que fuera a peritarlo al seguro, que si no ellos no movían un dedo para arreglar mi mecano. Pues me cago en tos vuestros muertos. Cabrones.
Al perito a peritarlo. Claro. Qué remedio. Alegremente me dirigí al taller de peritamientos pensando en los distintos tipos de muerte lenta y dolorosa que iban a experimentar todos los cabrones montadores de coches, mecánicos, señores de los pueblos que te dicen lo mal que está tu carro, y humanos en general. Naturalmente y como no podía ser de otra forma, la calle está cortada y el taller es el primer portal empezando por el otro lado. Respiración. Respiración. Cuenta hasta tres. Insultos a los señores cortadores de calles. Insultos a un señor que no tiene nada que ver pero pasaba por allí. Pues miren, saben qué les digo, que me la sopla, que me da igual joder, que yo voy a pasar. Total, mi coche ya está a cachos. Así que infringiendo unas treinta y cuatro leyes de tráfico consigo por fin llegar al lugar donde está el perito de marras. Y allí bien clarito, pegado en la puerta, les juro por todos los santos, ángeles y arcángeles, que estaba el siguiente cartel en times new roman tamaño cuarenta:
permanecerán cerradas por ser el día del seguro.
Ahí fue cuando decidí comprar una caja de chinchetas y clavármelas en los ojos. Porque sí. Para ahorrarle trabajo al hijo de la gran puta que maneja los hilos.